Con la pandemia perdió su trabajo y se quedó sin ingresos. Sin tener cómo pagar un arriendo y alimentar a su familia, tuvo que volver a la finca de sus padres, ubicada en un caserío en el departamento del Tolima, donde los grupos armados deciden sobre la vida de sus habitantes e imponen su ley.
Rosaura había salido de allí, huyendo del reclutamiento forzoso, cuando apenas tenía doce años. Recuerda que a sus dos mejores amigas del colegio se las llevaron de sus casas. Cuando fueron por ella, se salvó de correr la misma suerte porque, según sus palabras, los reclutadores parecían haber tenido un asomo de compasión con su mamá discapacitada. Entonces decidieron no llevársela, al darse cuenta de que era ella quien la cuidaba.
Eso le dio el tiempo para, al siguiente día, salir hacia Bogotá buscando refugio en la casa de una de sus hermanas que ya vivía en la capital. A pesar de sus dificultades de salud, doña Doris, su mamá, había arreglado su viaje de escape.
Con el tiempo llegó el primer amor y con él, su primera hija, que nació cuando ella tenía catorce años. Se fue a vivir con el padre de su bebé, pero los días de felicidad se fueron desvaneciendo, y pronto llegaron los golpes y el hambre.
De nuevo tuvo que escapar. Esta vez, de una pareja violenta e irresponsable, pero ahora con una hija y siendo todavía una adolescente. Trabajó en lo que pudo, desde las ventas hasta la limpieza de casas para ganarse el sustento diario.
Rosaura va narrando su historia con una sonrisa nerviosa, con la que busca ir borrando de tajo el dolor y el sufrimiento del desplazamiento y de las monstruosidades de la guerra, del abuso de los actores armados, de la violencia intrafamiliar, de ser arrancada abruptamente de su familia, de todo lo que le robó la inocencia de su niñez. De todo lo que la convirtió en una víctima más de la violencia y del conflicto armado.
Años después, conformó de nuevo un hogar y volvió a ser madre. Esta vez de tres pequeños, pero la vida de pareja no funcionó y decidió seguir adelante como madre soltera de sus cuatro hijos.
Es una mamá consentidora y muy sobreprotectora. No quiere que ninguno de sus hijos pase por lo que ella tuvo que pasar. Es consciente de que la situación no es fácil, y lo que más se le dificulta es encontrar vivienda porque nadie le quiere arrendar una. Le dicen que tiene muchos niños, que gastarían muchos servicios y que, estando sola, seguramente no podrá responder con el alquiler.
Conseguir trabajo también es difícil, aunque cuenta con la ayuda de su hija mayor que hoy tiene 17 años, tiene un trabajo y le ayuda a cuidar a sus hermanitos aunque ella busca la manera de tener labores que le permitan llegar temprano a casa para estar al cuidado de los niños.
La llamada
En mayo Rosaura recibió una llamada en la que le habían informado que había sido seleccionada entre más de 200 mujeres para ser beneficiaria de un subsidio del Distrito. Aunque, al principio le pareció de no creer, la tranquilizó el hecho de que no le pidieran dinero o hacer recargas de minutos a algún número de celular desconocido, señales que generalmente permiten identificar una estafa.
Sintió más confianza cuando la citaron al auditorio de la Secretaría Distrital del Hábitat y encontró a otras mujeres que también habían sido citadas. Fue en agosto, el día de su cumpleaños, con un nuevo año de vida que la recibió con el regalo de ser beneficiaria del programa "Mi ahorro, Mi Hogar".
Ese día, recuerda, que un funcionario de la Secretaría explicó este programa de arrendamiento enfocado en hogares con jefatura femenina en riesgo de feminicidio, reincorporadas y/o víctimas del conflicto armado, cuyo objetivo es mejorar las condiciones socioeconómicas del hogar, a través de un subsidio con el cual, en un año, las beneficiarias deben utilizar un porcentaje para el pago del alquiler de la vivienda en la que residan y otro porcentaje lo deben destinar para un ahorro que les permita iniciar, a mediano plazo, el proceso para la futura adquisición de una vivienda nueva de interés social (VIS) o prioritario (VIP).
Este es el comienzo para Rosaura, quien se beneficia del subsidio desde el mes de septiembre: “Gracias a mi Dios es verdad, es como de no creer, es el sueño de tener casa propia y uno paga con gusto. Yo espero que todo salga bien y que al término de un año pueda conseguir algo de uno, donde mis niños puedan estar tranquilos”, señaló.
Hoy vive en un pequeño apartamento independiente. Con este subsidio ha logrado tener mayor estabilidad y tranquilidad, para ella y sus hijos, pues no debe compartir espacios con extraños, puede pagar el alquiler a tiempo y siente mayor seguridad.
Además, asumió el compromiso y abrió una cuenta bancaria en la que mensualmente consigna lo que será el ahorro base para poder comprar la vivienda propia con la que siempre ha soñado, “Agradezco infinitamente este subsidio porque me hacía mucha falta estoy muy contenta. Gracias a Dios y a los que hacen esto posible, yo seguiré poniendo mi parte para que todo salga bien”, dice.
Sobre sus metas afirma: “Quiero terminar de estudiar mi bachillerato, luego estudiar gastronomía, porque me gusta mucho la cocina, quiero trabajar y, con una quincena, poder invitar a comer a mis hijos y, lo más importante, quiero brindarles un hogar”.
Y agregó: “Además, sueño con ir a la playa con ellos, para que conozcan el mar, verlos crecer, triunfar, acompañarlos y que tengan un futuro mejor. Ellos son mi motivación, mi alegría, mis ganas de salir adelante y de seguir luchando. Daría mi vida por mis hijos”.
La Secretaría Distrital del Hábitat ofrece, a través del subsidio, a los hogares con jefatura femenina en Bogotá, un aporte de seiscientos mil pesos mensuales por al menos doce meses, con el propósito de que estos hogares realicen un ahorro mensual de doscientos mil pesos para la futura adquisición de vivienda y seguir haciendo de Bogotá, el mejor hogar.
*Los nombres de los protagonistas de esta historia, fueron cambiados para proteger su identidad.
Si eres jefa de hogar te invitamos a conocer el programa “Mi Ahorro, Mi Hogar”
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