Laura Marín tiene veintitrés años y asegura que ya vio la muerte, desapareció del mundo, y resucitó. Estamos sentados dentro de una cafetería esquinera, en el barrio El Jardín de la localidad de Bosa, uno de varios puntos priorizados en el programa de embellecimiento que, la Secretaría del Hábitat (SDHT), interviene para mejorar entornos y fortalecer tejido social en el sector.
Son casi las doce del día. La ausencia de nubes deja pasar un sol de tierra fría que muerde la piel y obliga a los perros a dormir bajo la sombra. Marín pregunta tímidamente si puede tomar algo. Respondemos que sí. Pide un tinto cargado y caliente que le sirven al rato. Mientras la taza humeante descansa sobre la mesa, ella sostiene la mirada en el vacío como recordando algo. Las risas estridentes de dos señoras que van de paso interrumpen el trance y, con mucho cuidado, da el primer sorbo de café.
Esta bogotana de un metro sesenta de estatura, cabello ensortijado y piel morena, apenas está saliendo de la adolescencia, sin embargo, su vida es comparable a la de alguien con varios años a cuestas. “Soy la última de cinco hermanos. Mi madre nos sacó adelante a todos. Una guerrera. Aunque siempre se dedicó a oficios varios, lo que más hacía era cuidar abuelitos. Desde pequeña la acompañé en eso”.
Con un padre ausente y siendo la menor de la casa, Laura aprendió, desde los diez años, atención al adulto mayor. Todo, por supuesto, a través de practicar y observar. Junto con su mamá los vestían, los alimentaban, cuidaban de ellos. Esa rutina se convertiría, años después, en uno de tantos trabajos que le permitirían ganar dinero como cuidadora en turnos de la noche. Sobre la vejez dice “hay que vivir de acuerdo a lo que el corazón diga. Mientras se pueda”.
Actualmente, Marín es una de varias jóvenes que hacen parte del programa Parceros por Bogotá que impulsa el Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (IDIPRON), y que pretende beneficiar a 5.000 personas entre los dieciocho y veintiocho años con precariedad económica y en riesgo de ingresar a estructuras criminales en ocho localidades de la capital.
“Conocí a IDIPRON con doce años. Llegaron al barrio a ofrecer unos internados. Hablaron con mi madre, ella dio permiso y fui. Eso me hizo alejarme del mal camino”. Laura se refiere a las Unidades de Protección Integral, una iniciativa que busca prevenir que niños, niñas y adolescentes caigan en habitabilidad de calle llevándolos temporalmente a un ambiente más sano. Hoy rememora y admite que el entorno para ella y sus amigos de entonces, era complejo.
Los juegos infantiles empezaban a ser permeados por el consumo de drogas y la delincuencia. Muchos pequeños preferían estar en la calle, andar sin rumbo, que estar en sus casas, en familias donde el maltrato y el abandono eran lo usual. Una niñez amarga. El internado la separó de todo aquello. Durante seis meses ahí recibió alimentación y formación. “Aprendíamos algo nuevo cada día. Serigrafía, artes, entre otras cosas, que siempre recordaré”.
Caer para volver a levantarse
Mientras Laura hace una pausa y toma otro bocado de café, Belky, uno de los videógrafos de Hábitat, quien también acompaña la visita a la localidad, aprovecha para mostrarnos un video que ha editado en su celular. Son tomas de los puntos barriales que se han revitalizado con color. A la fecha, en este sector de Bosa, la SDHT ha intervenido doce mil metros cuadrados equivalentes a cuatro barrios, trescientas fachadas, siete murales y un parque. Un proceso en el que los vecinos de la localidad también contribuyeron con sus opiniones e incluso acciones.
Como si se tratase de un niño orgulloso de su juguete, Belky levanta el teléfono y nos enseña el producto final, una sucesión de imágenes que llevan de fondo una canción pop. “¿Cómo le parece, compi?”, dice. Miramos al tiempo. Los ojos de Laura brillan con interés y fascinación. Disimula una sonrisa. El video finaliza y seguimos conversando.
La voz de Marín es sosegada, su tono es bajo y a veces estira las vocales cuando termina una oración. Cuenta su vida con la naturalidad de un oficinista al que jamás le sucede algo. Sin embargo, su relato exhibe resiliencia. Desde aquel encuentro con IDIPRON nunca ha dejado de estar relacionada con esta entidad. Ha participado en varios talleres y convenios. Gracias a eso se tituló como bachiller, luego empezó a estudiar acondicionamiento deportivo, incluso, ha podido generar ingresos como actualmente sucede con su labor en Bosa. No obstante, los años también trajeron consigo duras lecciones.
Como cualquier ser humano conoció el amor y sus efectos en la voluntad y la razón. Hoy lo ve como un punto de quiebre. Abrumador, sobre todo para una adolescente de diecisiete años. No quiere explayarse en detalles. Decide no otorgarle nombre ni rostro al sujeto. Solo cuenta que un día lo conoció y de ahí en adelante su vida se convirtió en una espiral de sucesos que la llevaron a morir por primera vez.
Se ennoviaron. Igual que otras parejas, hablaban de la vida, de sus planes, caminaban largo por la calle, iban al parque, se reían, se besaban. Una relación convencional a excepción de algo: él consumía. Ella lo siguió. Empezaron a vivir juntos. Ambos rebuscaban el diario. El dinero se iba, las sustancias, no. Los días pasaron uno tras otro, luego los meses, luego los años. Cuatro, para ser exactos. Ella insistía en estar junto a él. Pensaba que podía ayudarlo. Resistía. Él se hundía más, la trataba peor. Un día, ella quedó embarazada.
“Paré de consumir y a los seis meses de embarazo lo dejé. Todo por mi hija. Me deprimí al darme cuenta de que no iba a ser buen padre por andar metido en otras cosas. Él no iba a cambiar. Yo tuve que cambiar”, cuenta con convicción y, una vez más, con cautela.
La taza de café hace unos minutos se vació y ella cada tanto acomoda su gorra roja, entrelaza los dedos o solo limpia las manos contra el overol que, aunque es originalmente rojo, ya parece un arcoíris con toda la pintura que le ha caído encima y que hoy está seca.
Y sí, lo dejó, como se deja atrás el pasado. Laura se cansó. Entendió que el cambio viene por decisión propia. La pareja puede ser un apoyo, más no es la razón absoluta ni la solución. Ahora tenía que revivir. Por ella y por su hija que, aún no llegaba, pero desde el principio se volvió la razón para ser fuerte. Su estrella Polaris.
Caminando es como se llega
Luego de un embarazo sin mayor complicación en casa de sus padres, un día a principios de 2019 empezó a sentir las contracciones. Era de mañana. Sin dar espera junto con su mamá cogieron taxi. Llegaron a las nueve al hospital de Kennedy. Se registró y comenzó la espera junto a muchas otras madres de distintas edades. “Me sentí triste porque veía que a las chicas las acompañaban sus parejas. Aunque mi mamá estaba conmigo, no era lo mismo”, dice Laura.
Entre la espera, la llegada a la sala y las labores pasaron nueve horas que, para ella, se sintieron como nueve días. El tipo de parto que tuvo que afrontar fue el natural. “Es el dolor más grande que uno puede sentir”, dice esbozando una sonrisa por primera vez, casi riendo de la emoción.
El desgaste al que una mujer se expone a la hora de dar a luz es indescriptible. No solo son los niveles de dolor, también están la deshidratación, el esfuerzo muscular mientras se puja, la reacción química en el cuerpo. Es tan ardua la experiencia que se pone en riesgo, incluso, la misma vida. Eso tuvo que atravesar Laura a sus veintiún años. Luego de horas de esfuerzo, en un instante y, por primera vez, la escuchó llorar. Eran las seis de la tarde. El sol se había despedido del cielo de Bogotá, pero una luz más fuerte ya refulgía en el corazón de la nueva madre. Daily Sofía existía. Su vivo retrato, su mayor motivación. Ese día, regresó a la vida.
Diariamente, Laura, se levanta a las cinco y media de la mañana en su casa ubicada en Patio Bonito. Sale una hora más tarde y recorre siete kilómetros para llegar al barrio el Jardín, donde hace unos meses la asignaron, junto a más de ciento veinte jóvenes del programa de IDIPRON, para pintar fachadas y mejorar entornos barriales. Una iniciativa de la Secretaría Distrital del Hábitat en el marco de su macroproyecto Conéctate Con Tu Territorio.
Le gusta lo que hace. Apunta que antes de llegar a intervenir Bosa recibió capacitación, un curso de alturas; y en el camino, mientras el proceso avanzaba adquirió más conocimiento. “Nadie nace aprendido, aquí entendí desde cómo usar un rodillo”.
El sol caldea más fuerte. Es la una de la tarde y llegó la hora de almorzar. El resto de jóvenes que visten igual a Laura detienen su labor y se dispersan por todo el sector. Se sientan en los andenes, se apoyan contra la pared. Ríen a carcajadas con desparpajo y gozo.
Todos los grupos tienen malos ratos y este no ha sido la excepción, comenta Laura, sin embargo, la lección aprendida ha sido que, en un entorno laboral, ser profesional está por encima de todo. “Aprendimos a solucionar los problemas. Tenemos que convivir porque pertenecemos a una misma área, tenemos que pintar la zona que nos asignan”.
Es fanática de Los Simpson, la inconfundible serie animada de televisión. Cuando llega al hogar descansa, juega con su niña, prepara la comida y deja alistando la ropa para el día siguiente. Le gusta tener la cabeza ocupada. En sus momentos de soledad es feliz escuchando horas de música mientras mira al techo o, de vez en cuando, camina por la ciudad. Sigue trabajando por su hija, quiere estudiar una carrera al igual que el resto de sus hermanos. Sueña dos cosas: comprar una casa y conocer el mar.
Ciertamente, Laura ignora los tecnicismos tras este proyecto. Ni el objeto, ni la inversión, ni mucho menos quién lo gestionó, pero, comprende que lo que está haciendo impacta la vida de la gente y lo disfruta. Lo asume desde la trascendencia del ser. “Ha sido lindo. Todo el aspecto del barrio cambia. Es bonito saber que yo puedo pasar dentro de diez años por aquí con mi hija y decirle, mira, yo pinté todo esto con mis compañeros”.
*Texto: Manolo Villota Benítez.
*Fotografías: Belky Ferrer.
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